De Góngora, Madrid, Biblioteca Nueva, 2001.
PRELIMINAR
Carner és l’home que domina més l’ofici. El domina prodigiosament. De vegades tendeix al preciocisme i a la «manera». No és pas fàcil, però, que sigui imitat més que superficialment. És a dir: seran imitats els seus adjectius, les formes externes; el seu complicadíssim joc mental és inassolible.
JOSEP PLA
Las frases que Josep Pla dedicó a Josep Carner en El quadern gris merecen glosa y aplicación a Luis de Góngora. Nadie ha dominado tan prodigiosamente como él el arte de la creación poética. Fue tan grande su virtuosismo, que la lectura de sus textos produce a veces el vértigo de lo que parece no tener fin, un vértigo que no nace de la mera repetición preciosista y sin fondo de una misma geometría, sino de un incesante y siempre distinto deseo de perfección. Fue, sí, «riquísimo de imágenes», pero no tan «pobre de ideas» como lo pintó Menéndez y Pelayo, de manera que sus imitadores, que fueron legión, no pasaron de un fácil alarde de semejanzas adjetivas, externas y superficiales, y contribuyeron con su torpeza al ocasional desprestigio del poeta español que, «sin admitir segundo» (Soledades, I, 411), ha estado más cerca de merecer el bello endecasílabo que Rubén Darío puso en boca de Velázquez: «Alma de oro, fina voz de oro».
Este libro trata sencillamente de Góngora. Se inicia con un intento de estudiar el contexto teórico y polémico de los años de formación y triunfo de don Luis, de 1580 a 1619, es decir, de las Anotaciones a los Versos póstumos de Herrera, textos a los que con frecuencia se han asignado virtudes protobarrocas o filogongorinas y que quizá destacan, en realidad, por todo lo contrario. Los cuatro trabajos siguientes, que ya formaron un librito en 1990, procuran entender mejor al autor de las Soledades con el auxilio de unos cuantos poemas anteriores: un tributo a la fiebre de los versos esdrújulos de 1580, un soneto misterioso de 1594, una sorprendente canción de amor de 1600 y unos desengañados tercetos de 1609. Esos poemas muestran al menos la facilidad con que Góngora alteraba los géneros líricos de su tiempo y jugueteaba con las imposiciones de la tradición; muestran también que su trayectoria poética no debe verse solo reflejada en la intensificación de las célebres fórmulas estilísticas o en el amontonamiento progresivo de recursos cultos, sino que puede advertirse además en la aparición de una serie de ideas y temas que recibirán su expresión más acabada dentro del portentoso mundo conceptual de los «poemas mayores», sobre los cuales se desató, como se sabe, una encendida y duradera guerra literaria cuyos bandos cayeron con frecuencia en las banderías que estudia el capítulo VI.
Los capítulos VII, VIII y IX se centran en la explicación de los textos de Góngora, y particularmente del Polifemo, sin otro pertrecho que el sentido común, una de cuyas manifestaciones más nobles—siempre que no caigamos en la aplicación mecánica o en el garabateo de genealogías imposibles—es la crítica textual. Nuestra vulgata de Góngora esconde todavía muchos tesoros y alguna que otra trampa: es lo que intenta mostrar, con su poco de canción desesperada, el capítulo noveno.
A pesar de la presencia y de la apariencia de las notas al pie—de las que el lector no especialista puede y aun debe prescindir y que en algún caso he reducido o eliminado—, estos ensayos procuran no resignarse a esa forma de insipiencia que llamamos, con cierta altanería, erudición. Así lo intenté también en 1990; entonces, La fragua de las Soledades iba dedicada «A la memoria del Maestro» porque se acabó casi al mismo tiempo que la vida de Dámaso Alonso; ahora doy por confesada, que no por cumplida, mi deuda y prefiero ofrecer estas viejas y nuevas cuestiones gongorinas a personas menos remotas que me han acompañado en el trayecto que aquí termina: José Manuel Martos y Antonio Pérez Lasheras.
J.M.M.J
Barcelona, 31 de diciembre de 2000.
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